-¡Más rápido, perros! ¡Caven más rápido! –Exclamaba el
militar.
Nadie creía que el horror de la guerra devastaría nuestro
pequeño pueblo. Pensábamos que la guerra solo se llevaba a cabo en las ciudades.
¡Qué equivocados estábamos!
Hace dos meses que nos agarraron a mí y mi familia.
Dormíamos plácidamente cuando irrumpieron en nuestra humilde casa en la colina. Para los
militares es muy fácil tirar una puerta de madera casi podrida con una sola
patada.
-¡Levántense, piltrafas! – Justo después de aquel grito
comenzó nuestro maltrato y el abuso. Con la culata del rifle le rompieron el
cráneo a mi padre y así quedó inerte en el suelo. A mi madre y a mi hermana las
cogieron por los cabellos y las llevaron arrastradas afuera de la casa y las
montaron en un burro encaminado a los campamentos de aquellos puercos a las afueras de la ciudad.
Sólo Dios sabe que horrores les habrán hecho, puesto que nunca las volví a ver.
Ahora me tocaba a mí, pensaba que sufriría el mismo destino
que mi padre. Yo ya era un muchacho lo suficientemente grande como para cargar
un machete –me van a matar –pensé. Ojalá y lo hubieran hecho, hubiera sido una
muerte piadosa y me hubiera ahorrado el sufrimiento que me esperaba. Llámenlo
cobardía pero en algunos casos un balazo en la frente puede parecer una
alternativa más piadosa.
Me ataron de manos y pies entre cinco de esos puercos. –Este bastardete está bien
fuerte- dijo uno de ellos. Y es que era cierto, la vida en el campo nos
obligaba a ser fuertes y salvajes.
Tuvieron que darme un buen golpe para dejarme inconsciente y
lograr echarme cual costal a un camión de carga junto con otros hombres de mi
pueblo. Desperté por ahí de las cuatro de la mañana, con ese golpe dormí unas
dos o tres horas. Vaya, ahora ya no estaba atado con una simple cuerda sino que
ahora eran cadenas que compartía con mi gente. Nos habían agarrado a todos los
hombres y me preguntaba si nos terminarían fusilando.
No, señor, claro que no nos matarían… no de esa forma. Una
de las cosas más interesantes que trae la guerra es la explotación que ocurre a
espaldas de todos. Nadie se enterará nunca.
Y así fue como durante largos días nuestros cuerpos fueron
fatigados al máximo a realizar trabajos forzados, nos acarreaban hacia la
ciudad para recoger cuerpos o cargar cosas. Tarea que le correspondía a nosotros,
la carne de cañón. Cualquier cosa que fuera arriesgada o denigrante era nuestro
deber realizarlo.
Eso nos lleva al día de hoy. Después de dos meses mi cuerpo
se ha ido quedando más y más débil, como el del resto de mi gente. No todos
llegaron con vida a este día. Vi caer a tantos de mis amigos y conocidos. Me
moría del coraje al ver a los militares profanar sus cuerpos y dejar que se
convirtieran en carroña para las fieras. Pero no podía hacer nada o terminaría
incluso peor que ellos.
Pasan las horas y noto este día algo diferente. Nos han
llevado a un monte pelón lleno de hierbas malas y nos han puesto a limpiarlo.
– A ver, bola de salvajes, después de que terminen de
arrancar la hierba irán por palas y cada uno de ustedes cavará como se les
indique- Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me lo negaba una y otra vez
pero ya sabía qué pasaría con nosotros al caer la tarde.
Después de trabajar el monte y excavar nos pusieron en fila
mirando hacia la puesta de sol. Todos al pie de nuestras respectivas tumbas escuchábamos
al pelotón de fusilamiento decir –Preparen. Apunten… -y fuimos cerrando los
ojos uno a uno.
Fausto, buena narrativa la tuya. Los horrores de la guerra desde el punto de vista de los prisioneros siempre son crudos y brutales.
ResponderEliminarAunque la idea del fusilamiento se entiende al comienzo, la manera en la que lo das a entender en las últimas líneas te deja con el sabor de la muerte en la boca.
Saludos.
Gracias, el fusilamiento no era algo que tratara de ocultar, creo que es predecible desde el comienzo pero que bueno que lo hayas disfrutado.
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