lunes, 26 de diciembre de 2011

1936

En algún sitio olvidado por Dios…
-¡Más rápido, perros! ¡Caven más rápido! –Exclamaba el militar.
Nadie creía que el horror de la guerra devastaría nuestro pequeño pueblo. Pensábamos que la guerra solo se llevaba a cabo en las ciudades. ¡Qué equivocados estábamos!
Hace dos meses que nos agarraron a mí y mi familia. Dormíamos plácidamente cuando irrumpieron en nuestra humilde casa en la colina. Para los militares es muy fácil tirar una puerta de madera casi podrida con una sola patada. 

-¡Levántense, piltrafas! – Justo después de aquel grito comenzó nuestro maltrato y el abuso. Con la culata del rifle le rompieron el cráneo a mi padre y así quedó inerte en el suelo. A mi madre y a mi hermana las cogieron por los cabellos y las llevaron arrastradas afuera de la casa y las montaron en un burro encaminado a los campamentos de aquellos puercos a las afueras de la ciudad. Sólo Dios sabe que horrores les habrán hecho, puesto que nunca las volví a ver.

Ahora me tocaba a mí, pensaba que sufriría el mismo destino que mi padre. Yo ya era un muchacho lo suficientemente grande como para cargar un machete –me van a matar –pensé. Ojalá y lo hubieran hecho, hubiera sido una muerte piadosa y me hubiera ahorrado el sufrimiento que me esperaba. Llámenlo cobardía pero en algunos casos un balazo en la frente puede parecer una alternativa más piadosa.

Me ataron de manos y pies entre cinco de esos puercos. –Este bastardete está bien fuerte- dijo uno de ellos. Y es que era cierto, la vida en el campo nos obligaba a ser fuertes y salvajes. 

Tuvieron que darme un buen golpe para dejarme inconsciente y lograr echarme cual costal a un camión de carga junto con otros hombres de mi pueblo. Desperté por ahí de las cuatro de la mañana, con ese golpe dormí unas dos o tres horas. Vaya, ahora ya no estaba atado con una simple cuerda sino que ahora eran cadenas que compartía con mi gente. Nos habían agarrado a todos los hombres y me preguntaba si nos terminarían fusilando. 

No, señor, claro que no nos matarían… no de esa forma. Una de las cosas más interesantes que trae la guerra es la explotación que ocurre a espaldas de todos. Nadie se enterará nunca.

 Y así fue como durante largos días nuestros cuerpos fueron fatigados al máximo a realizar trabajos forzados, nos acarreaban hacia la ciudad para recoger cuerpos o cargar cosas. Tarea que le correspondía a nosotros, la carne de cañón. Cualquier cosa que fuera arriesgada o denigrante era nuestro deber realizarlo.

Eso nos lleva al día de hoy. Después de dos meses mi cuerpo se ha ido quedando más y más débil, como el del resto de mi gente. No todos llegaron con vida a este día. Vi caer a tantos de mis amigos y conocidos. Me moría del coraje al ver a los militares profanar sus cuerpos y dejar que se convirtieran en carroña para las fieras. Pero no podía hacer nada o terminaría incluso peor que ellos.

Pasan las horas y noto este día algo diferente. Nos han llevado a un monte pelón lleno de hierbas malas y nos han puesto a limpiarlo. 

– A ver, bola de salvajes, después de que terminen de arrancar la hierba irán por palas y cada uno de ustedes cavará como se les indique- Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me lo negaba una y otra vez pero ya sabía qué pasaría con nosotros al caer la tarde.

Después de trabajar el monte y excavar nos pusieron en fila mirando hacia la puesta de sol. Todos al pie de nuestras respectivas tumbas escuchábamos al pelotón de fusilamiento decir –Preparen. Apunten… -y fuimos cerrando los ojos uno a uno.

2 comentarios:

  1. Fausto, buena narrativa la tuya. Los horrores de la guerra desde el punto de vista de los prisioneros siempre son crudos y brutales.
    Aunque la idea del fusilamiento se entiende al comienzo, la manera en la que lo das a entender en las últimas líneas te deja con el sabor de la muerte en la boca.

    Saludos.

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  2. Gracias, el fusilamiento no era algo que tratara de ocultar, creo que es predecible desde el comienzo pero que bueno que lo hayas disfrutado.

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