En el valle de un país lejano sentado estaba un gigante bajo la noche. Las estrellas,
su cobijo. El canto de los grillos, su cálido arrullo.
Era un robusto hombre de rasgos helénicos y proporciones colosales. Y a pesar de ser de
tamaño desmesurado tenía un cálido corazón latiendo en su interior. Y entonces, el
valle se regó con sus lágrimas.
Los gigantes son seres dóciles, que aman y respetan lo que es dado por la gracia de los
dioses. Y este, de nombre Orestes, no era la excepción.
Cada día se levantaba cuando la luz solar alumbraba el valle, salía de su casa que
tenía lugar en una vieja cantera y alimentaba a su rebaño compuesto por corderos tan
blancos como las nubes, ágiles cabras y caballos que parecían regalo divino.
Para una criatura tan apacible, observar a su grey le llenaba de un dulce regocijo.
Siempre dormía sabiendo que al día siguiente ahí estaría su amado rebaño.
Ni las bestias se atrevían a actuar en contra de sus criaturas sabiendo que estaban
bajo su posesión. Pero tuvo que ser el hombre quien con tal de saciar la gula y en
ansias, celebró un vano festín profanando lo que no le pertenecía.
Al percatarse de lo que había sucedido, Orestes se encolerizó y acabó con todos los
habitantes del pueblo en dura venganza, cobrando sangre por sangre.
Esa misma noche, el dios de las bestias se le apareció para anunciarle que no debía
haber cobrado justicia por su mano, y debido a sus acciones el sueño le sería
arrebatado hasta el final de sus días.
Desde ese entonces, al final de cada día, el valle es regado con lágrimas...